viernes, 27 de junio de 2008

Un día de campo




Y yo por fin convencida me dejo traer a tu mundo hecho de margaritas más tres amapolas que yo, egoísta, deseo vulnerar.


Y de repente recuerdo que yo ya he estado aquí y que mi memoria traicionera de fantasía me lo ocultaba.


Yo ya he paseado por esta Gaia de manos amigas que me vuelven a abrazar, convencidas por un poema que fue capaz de hablar por mí y por mis torpes intentos, por mí y por mis pobres palabras.


Y yo borré de un plumazo un pasado que hoy recupero de tu mano.


Y en mi ahora yo me siento por tu amor sin limites.


Nunca sabré como tu alma ha entendido mi noche...




Y reconfortada por un amor nuevo y por mil amores antiguos de ojos que lloraron conmigo me doy cuenta en este ahora que no tengo que esperar a que llegue la muerte para encontrarme en el cielo.





miércoles, 11 de junio de 2008

Inocencia, apariencia y sentencia

En 1952 mi padre dejó su empleo para trasladarnos a Idaho y abrir allí su propia empresa. Sin embargo, cogió la polio y tuvo que estar seis meses en un pulmón de acero. Después de otros tres años de tratamiento médico, nos mudamos a la ciudad de Nueva York, donde mi padre consiguió, por fin, un trabajo como vendedor en la compañía automovilística Jaguar.
Una de las ventajas del nuevo trabajo era que le daban un coche. Era un Jaguar Mark IX en dos tonalidades de gris, el último de los modelos redondeados y elegantes. Era uno de esos coches que parecían salidos del garaje de una estrella de cine.
Yo estaba matriculado en el San Juan Evangelista, un colegio religioso del East Side, que tenía un patio de recreo asfaltado y estaba separado de la calle por una valla metálica.
Todas las mañanas, antes de ir a trabajar, mi padre me llevaba al colegio en su Jaguar. Hijo de un herrero de Parsons, Kansas, estaba orgulloso de su coche y creía que yo estaría igualmente orgulloso de que me llevase en él al colegio. A él le encantaba aquel tapizado de piel auténtica y las mesitas de nogal empotradas en los respaldos de los asientos delanteros, sobre las que podía acabar de hacer mis deberes.
Pero a mí el coche me daba vergüenza. Después de tantos años de enfermedad y de deudas, era muy probable que no tuviésemos más dinero que cualquiera de los otros niños de la clase trabajadora de origen irlandés, italiano o polaco que iban al colegio. Pero teníamos un Jaguar, y, por lo tanto, bien podríamos haber sido de la familia Rockefeller.
El coche me distanciaba de los otros chicos, y especialmente de Danny Kowalski. Danny era lo que, en aquella época, llamaban un delicuente juvenil. Era delgado y tenía un pelo rubio y abundante que se peinaba con gomina y fijador formando un tupé como un tsunami. Llevaba unas botas puntiagudas y relucientes, que solíamos llamar "trepadoras puertorriqueñas de alambradas", el cuello de la chaqueta siempre levantado y el labio superior curvado en una estudiada mueca de desprecio. Se rumoreaba que tenía una navaja automática, quizá incluso una pistola de fabricación casera.
Todas las mañanas Danny Kowalski me esperaba en el mismo lugar junto a la alambrada del colegio y me miraba bajar de mi Jaguar gris de dos tonalidades y entrar en el patio del colegio. Nunca dijo una sola palabra, sólo me observaba fijamente con una mirada despadiada y furiosa. Yo sabía que él odiaba aquel coche y que me odiaba a mí y que algún día me iba a dar una paliza por ello.
Dos meses después murió mi padre. Por supuesto que nos quedamos sin el coche y enseguida tuve que mudarme a vivir con mi abuela a Nueva Jersey. La señora Ritchfield, una anciana vecina nuestra, se ofreció a acompañarme al colegio el día siguiente al funeral.
Aquella mañana, cuando nos acercábamos al colegio, vi a Danny junto a la valla metálica, en el mismo sitio de siempre, con el cuello de la chaqueta levantado, el pelo perfectamente peinado y las botas bien afiladas. Pero esa vez, al pasar a su lado en compañía de aquella frágil viejecita y sin ningún coche inglés a la vista, sentí como si el muro que nos separaba se desplomase. Ahora era más parecido a Danny, más parecido a sus amigos. Por fin eramos iguales.
Aliviado, entré en el colegio. Y ésa fue la mañana en la que Danny Kowalski me dio una paliza.

(escrito por Charlie Peters, "Creía que mi padre era Dios", Paul Auster, extracto)

viernes, 6 de junio de 2008

Mentira

Una vez me dijeron que yo no iba a poder oler el aroma de las flores. Y yo miraba la rosa, la miraba porque no la podía oler y aunque su aroma me confundía yo sólo lloraba para sentirla.

Al día siguiente me dijeron que yo ya no íba a poder tocar el piano. Ni la flauta. Ni el tambor. Y así fue como, llena de furia y vacía de música, me condené a mí misma a una vida sin caricias cerca mía.

Al día siguiente me dijeron que ya no íba a poder saborear un cucurucho de fresa. Así dejé los sabores dulces y mi boca y mi alma se agriaron.

Al día siguiente me dijeron que ya no iba a poder bailar. Que por no poder en una silla me quedaba, condenada a ver la vida desde lejos.

Al día siguiente me dijeron que ya no iba a poder distinguir el rosa del amarillo, así que también me condené a una vida sin azules y cerré los ojos.

Al día siguiente alguien se acercó a mi oido y me dijo- ya no escucharás.


Diez años después me levanté de la silla y, bailando, corrí hacia el campo y llorando sobre una amapola me dí cuenta que las flores sabían a chicle de melón y que la brisa me traía cantando un tango de Gardel.





---y es que una vez me dijeron que yo era una loca y me metí en la cama hasta que me dí cuenta que era mentira, que yo era mujer, carne, venas, huesos, vida, afortunadamente no tardé diez años en hacerlo--





domingo, 1 de junio de 2008

¿sólo cambia el escenario?




Algunas veces solemos poner en boca realidades que quizás no son tales. Así llenamos nuestras bocas de clichés destinados a fracasar en cuanto abrimos un poquito los ojos a observar lo que nos rodea.

Ahí me encontraba yo el otro día yendo en coche . También en un semáforo, es curioso.

Yo veía cómo un chico que estaba sentado en una moto charlaba con alguien, a quien no podía ver desde mi posición.

El chico estaba de un nervioso evidente. No paraba de "acariciar" el acelerador mientras que con la mano izquierda "frenaba" sus caricias.

Es entonces cuando el semáforo se pone en verde. El chico pega,de improviso, un acelerón impresionante y hace un caballito que me hace por un momento pensar, uy. Mmm, así que es una chica.

Entonces es cuando el chico cambia de carril tres veces más, quizás para que ella no tuviera duda alguna de su destreza. Todo ello mientras todoooosss nosotros (muchos, coches, motos, camiones...) nos intentábamos incorporar a la autovía un lunes a las 8 de la mañana y en efecto lo hiciéramos.

Y yo sonreí. Sonreí porque nos gusta decir que ya no hay caballeros como los de antes. ¿ah, no?
que ya no existe el romanticismo, ya...

Pero ¿cómo que no? ese chico es comparable al antiguo caballero que, espada en mano, se batía en duelo al amanecer por el amor de una dama.

Lo que pasa es que ya no hay caballeros, hay temerarios-
Ya no hay batallas, hay guerras-
Ya no hay orgullo, hay vacileo
-Ya no hay amaneceres
hay tráfico.

¿sólo cambia el escenario?

Afortunadamente, la música sigue siendo igual o mejor, según he podido comprobar esta mañana de sol y nubes...Igual o mejor.

Y siguen habiendo personas, sensibles, que se dedican a un oficio tan antiguo, tan preciso y suave . Personas como mi amiga y bellezas como su viola tan dulce. Y yo me olvido de todo.